El Señor Jesús nos dijo que su Espíritu es como el viento (Jn 3,8). Significa que es sorprendente, imprevisible, incontrolable. Siempre nos toma por sorpresa y nos invita a participar en la aventura de seguirle. Después de la resurrección de Cristo, los Apóstoles recibieron instrucciones acerca del lugar en que les vendría el Consolador, pero no sabían el momento (Hch 1,4). Pedro no esperaba ver una efusión del Espíritu sobre la casa y la familia de Cornelio cuando les anunció a Jesús (Hch 10,44-45; 11,15). Lo más probable es que Bernabé y Saulo de Tarso no dieran crédito a sus oídos cuando el Espíritu de Jesús les dijo a través de los profetas que los reservaran para una misión especial fuera de los confines de la Iglesia existente (Hch 13,2-3). Felipe, uno de los siete diáconos, no era ciertamente un experto en caminos vacíos y desiertos, y sin embargo recibió la orden del Espíritu, a través de un ángel del Señor, de ir por uno de ellos y ser inspirado y utilizado como precursor de la evangelización de otro continente (Hch 8,26ss). No nos equivoquemos, los que siguen al Espíritu deben aprender a reinterpretar constantemente el valor y el significado del tiempo y el espacio, ya que estos maravillosos dones del Creador se ponen bajo la autoridad de su Espíritu, que recrea todo lo que existe.

Una hermosa mañana de febrero de 1992 me sorprendí de igual modo cuando, lleno de asombro, oí cantar en lenguas por primera vez en mi vida. Sucedió en una capilla de monjas de clausura, donde yo esperaba encontrar sólo silencio y paz. Recuerdo que inmediatamente después de aquella experiencia celestial corrí a investigar. Su respuesta me asombró aún más: «¿Te gustaría cantar así?». Al día siguiente aquellas hermanas oraban por mí y allí tuvo lugar mi primera experiencia personal de Pentecostés. Jesús se me reveló como un Señor amoroso que estaba más cerca de mí de lo que jamás hubiera podido imaginar. Percibí su poder y su presencia, en particular el don de profecía. La revelación más transformadora de aquel momento fue que yo había sido elegido para una misión. Supe sin lugar a dudas que no había sido creado para vivir sólo para mí mismo. El Espíritu Santo estaba gestando mi nuevo futuro, permitiéndome participar de sus mismos atributos: imprevisibilidad e ingobernabilidad.

Tardé años en adaptarme y orientarme en las nuevas condiciones configuradas por el Espíritu. Aún estoy aprendiendo a aceptar sus peculiaridades mientras recorro el camino de la vida cotidiana. Tengo que decir que es a la vez hermoso e intimidante, pero te permite ineludiblemente experimentar una dicha de amor: te transporta literalmente más allá de ti mismo. Existir para los demás, entregarte a ti mismo dejando que Él sature tu vida de un sentido y una sustancia nuevos es lo que el Espíritu quiere enseñarte. Más concretamente significa que, a través del don de la fe, debes ver la presencia del Espíritu Santo en el tiempo y el espacio de tu vida y permitirle avanzar como Él desea. Esto llenará tu corazón de maravilla y estremeciéndote gritarás: «Señor, apártate de mí, que soy un pecador», pero Él te responderá: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres». (cf. Lc 5,8).

p. Artur Bilski