Las estadísticas de la Iglesia en el mundo occidental son despiadadas: el número de cristianos practicantes disminuye, el número de alumnos en los seminarios diocesanos es insignificante e, incluso sin leer los informes, no es difícil darse cuenta de que los jóvenes son los «grandes ausentes» en la Iglesia de hoy. Un mundo herido por la pandemia, lleno de angustia por la guerra, inseguro ante el mañana, no parece volverse hacia Dios, o al menos no hacia el Dios de Jesucristo y de la institución que es la Iglesia, que pierde sistemáticamente su autoridad, sacudida por escándalos siempre nuevos. Todo esto debe estimular la reflexión y… un cambio en el modo de pensar con respecto a la Iglesia y a la evangelización.

Cuando, el 7 de Diciembre de 1990, Juan Pablo II firmó su encíclica anunciando la primavera del Evangelio preparada por Dios, el mundo era distinto; parecía haber más entusiasmo y esperanza en el cambio. Y ya entonces Karol Wojtyła escribía: «Si se mira superficialmente al mundo actual, impresionan no pocos hechos negativos, que pueden llevar al pesimismo. Mas éste es un sentimiento injustificado: tenemos fe en Dios Padre y Señor, en su bondad y misericordia. En la proximidad del tercer milenio de la Redención, Dios está preparando una gran primavera cristiana, cuyo comienzo ya se vislumbra» (RM 86).

¿Y qué decir de esta primavera, ya anunciada a finales del siglo pasado? A algunos les parece que ya ha pasado, a otros que aún no ha llegado y que el frío y despiadado invierno sigue haciendo estragos….. Pero, al fin y al cabo, es Dios el Señor de la historia, que es la historia de la salvación; es Él quien guía a su Iglesia, abre y cierra, derriba y reconstruye (cf. Jr 31,28).

Sin duda, una época está llegando a su fin ante nuestros ojos. Un tiempo de transición siempre se caracteriza por la confusión, las contradicciones y las posiciones polarizantes, pero está claro que lo NUEVO está llegando, ¡ya hay un aroma de primavera en el aire!

Como Juan el Bautista, queremos ser sensibles a esta fragancia particular y ser aún más lo que estamos destinados a ser para la Iglesia y el mundo: una voz y una koinonía de amigos. La primavera se acerca y el mundo y la Iglesia necesitan a Juan Bautista para mostrar los primeros signos de ella. Por eso necesitamos una mirada que no se fije «en la superficie del mundo de hoy», sino una mirada profética que no nos haga caer en la tentación del pesimismo.

¿Qué hacer? Invocar el espíritu del profeta Elías, que vio en una nube el anuncio de una lluvia torrencial que pondría fin a la sequía (cf. 1 Re 18,41-44). Juan el Bautista, caminando en el poder y en el espíritu de Elías, ¡tiene la capacidad de ver la presencia y la acción de Dios y de señalar a Jesús!

Debemos convertirnos al espíritu de Elías y reconocer que la Presencia de Dios es más fuerte que cualquier fuerza del mal en el mundo, en nuestras vidas, en nuestra Iglesia o Comunidad. Detrás de las quejas y de los discursos negativos no hay tanto una «visión realista de la situación» como un espíritu de desánimo y de cerrazón a la promesa de Jesús: «En el mundo encontrarán tribulaciones, pero tengan valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

Hay necesidad de experimentar la aceptación, la normalidad, el calor de las relaciones amistosas. Muchos sufren desconcierto y soledad. Todos necesitan el testimonio de Jesús, que vive, libera y está siempre de parte del hombre. ¡Tenemos mucho que ofrecer!

Hay tanta necesidad de lugares acogedores donde se respire una atmósfera de fe y donde todos tengan la oportunidad de abrir su corazón a Jesús. ¿No es esto a lo que el Señor llamó a nuestra Comunidad, hace ya 44 años? La casa de oración, la comunidad familiar, el oasis, son un signo de la nueva primavera del Evangelio. Pidamos al Señor ver esto, no dudarlo nunca y vivir con confianza e intensidad nuestra vocación de ser Koinonía Juan Bautista.

Monika Wojciechowska