XXX DOMINGO DEL T.O. (A)

Domingo 29 de Octubre de 2023
Mt 22,34-40

«Entonces los fariseos, al oír que había cerrado la boca a los saduceos, se reunieron, y uno de ellos, doctor de la Ley, le interrogó para ponerle a prueba: «Maestro, en la Ley, ¿cuál es el gran mandamiento?». Él le respondió: ‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primer y gran mandamiento. El segundo es semejante a éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas».
(Mt 22,34-40)

El resumen de la fe judía es el Shemá Israel, «Escucha Israel» (cf. Dt 6,4-5): amar al Señor con todo el corazón, con toda el alma (es decir, la vida) y con todas las fuerzas (es decir, los bienes materiales). Este es el horizonte de perfección al que aspira la Iglesia primitiva. A este respecto, los Hechos de los Apóstoles nos muestran dos iconos de las primeras comunidades cristianas, que tenían un solo corazón y una sola alma y ponían en común los bienes materiales (Hch 2,42-47 y Hch 4,32-35).

Jesús añade el precepto de Lev 19,18: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Con las palabras podemos engañar o engañarnos, pero no con los hechos: “si uno dice: ‘Yo amo a Dios’ y odia a su hermano, es un mentiroso; porque quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve”. Y éste es el mandamiento que tenemos de Él: el que ama a Dios debe amar también a su hermano» (1Jn 4,20-21).

La medida de nuestro amor a Dios es, por tanto, el amor que tenemos a nuestro hermano, a aquel que está cerca de mí; no a alguien abstracto que vive lejos de mí, sino a aquel con quien me encuentro y choco a diario. ¡Este es el reto del amor! Y si amo a todos pero tengo problemas con alguien, ese alguien será el signo sacramental y la medida de mi amor a Dios; tendré que hacer todo lo posible para poder aceptarlo o perdonarlo, sabiendo que el amor a uno mismo es el punto de partida («amarás a tu prójimo COMO A TI MISMO»). Por tanto, primero debemos ser capaces de vivir en paz con nosotros mismos y acogernos con nuestras limitaciones y pobrezas.

En conclusión, la garantía de una auténtica vida cristiana es, en efecto, amar a Dios con todo el corazón, con el testimonio de la propia vida y ofreciendo los propios bienes materiales, pero también reconciliarse con uno mismo para amar dignamente al prójimo.

p. Giuseppe