Leyendo los pasajes evangélicos relativos a Juan Bautista, surge espontáneamente una pregunta: ¿cómo consiguió atraer a grandes multitudes de todo Israel, hasta el punto de ser confundido incluso con el Mesías? Ciertamente, no por su aspecto, ni arreglado ni elegante; ni siquiera por su estilo de vida, muy sobrio; sus modales, pues, eran más bien toscos: «¡Raza de víboras!». (Lc 3,7). ¿Cuál era entonces su ‛secreto’? Averigüémoslo observando algunas de sus características existenciales. Empecemos por sus padres: un matrimonio anciano, fiel al Dios de Israel. Zacarías era sacerdote, pero no había visto milagros; es más, ni siquiera tenía lo que era natural a sus vecinos: un hijo. Isabel, estéril, vivía esta situación con vergüenza y se mantenía oculta. De repente, sin embargo, se rompe el silencio de Dios: «Tu oración ha sido escuchada» (Lc 1,13). La Providencia, en continuidad con otros episodios anteriores narrados en la Biblia, concede a la pareja un hijo. La primera característica de Juan es, pues, la sobrenaturalidad, que marca su existencia desde el momento de la concepción.

Vecinos y parientes dan por sentado que el recién nacido será llamado por el nombre de su padre, como manda la tradición. Pero Isabel anuncia ante el asombro de los presentes que el niño se llamará Juan, según la revelación del ángel a Zacarías. Al hacerlo, la pareja rompe una tradición establecida, creando un revuelo entre parientes y vecinos. Muchas tradiciones, como dice Jesús, son preceptos de hombres y no vienen de Dios (Mc 7,13) y corren el riesgo de convertirse en lastres que impiden cualquier cambio. El mismo verbo griego que indica la transmisión de tradiciones (paradìdomi), se utiliza cuando se habla de la entrega de Jesús para su condena, ¡como si la misma ‛tradición’, corrompida, hubiera favorecido de alguna manera la condena a muerte del Señor! En cambio, la tradición auténtica procede de un Autor determinado: Dios mismo, Aquel que eligió el nombre para Juan. He aquí la segunda característica: la autenticidad.

Cuando se habla de misión, es espontáneo pensar en «hacer algo», pero en el caso de Juan, es él mismo quien sitúa su misión en el plano del ser, más que en el del hacer: es amigo del Esposo (cf. Jn 3,29). Cuidado, pues, con no sentirnos parte de la comunidad por estar implicados en el hacer, invertamos nuestras mejores energías en la amistad, la única que transforma el hacer en amar y que permanece para siempre.

Toda la historia avanza hacia su destino: las bodas entre Cristo y la Iglesia, en un futuro eterno en el que ya no habrá sufrimiento ni pecado. El maligno frustra la consecución de este objetivo tratando de destruir la unidad, la ‛koinonía’, sembrando la acusación y el juicio, haciéndole creer que es el único que tiene razón. Lo que la Esposa construye en cambio es nuestra necesidad, que, reconocida, nos trae el perdón y la aceptación. Juan es, pues, un hombre de amistad.

El Señor quiere que la Koinonía comparta estas tres características existenciales: sobrenaturalidad, autenticidad y amistad, ¡para atraer a muchos hacia el Esposo!

p. Giuseppe De Nardi